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Blog del eBook El Maestro de la Realidad

sábado, 23 de diciembre de 2017

SER COMO UN NIÑO


No hace mucho, mientras preparaba una conferencia que tenía que dar en una ciudad lejos de mi casa, tuve una extraña experiencia al mirarme en un espejo. En el despacho que se me había asignado, mi mesa de escritorio estaba adosada a una pared que era un inmenso espejo. Yo estaba allí sentado, escribiendo en mi cuaderno de notas y, cada vez que levantaba la vista, me parecía que un extraño me miraba desde el espejo. Al final, me detuve un momento y volví a mirar. No podía asimilar el hecho de que era realmente yo quien se estaba reflejando en el espejo. Recuerdo que me dije a mí mismo: «Ese es un viejo que ha alquilado mi cara».

Cuando volví a mirar pensé en el ser invisible que vive en el interior de cada uno de nosotros. En ese ser sin fronteras o forma, sin principio ni fin. Es el testigo silencioso e invisible, eterno e inmutable.

Es el niño eterno que vive dentro de nosotros. Cuando somos como niños sin edad nos convertimos en sinónimos del cielo, que representa la eternidad, donde las formas y fronteras, los principios, los finales y los altibajos, no tienen sentido.

El cielo no es un lugar con fronteras, perímetros, bordes y vallas. Más bien representa aquello que trasciende las demarcaciones.

Es lo mismo que ese niño del que habla Jesús en su parábola. Está dentro de nosotros, siempre con nosotros, siempre joven, siempre atento, siempre observando: la caída de los párpados, las arrugas de la piel, el encanecimiento del cabello. En realidad, ¡es un anciano quien tiene alquilado mi rostro estos días!

El niño eterno que hay en mí, mi observador eterno e inmutable, nada sabe de odios y juicios. No hay nada que juzgar, nadie a quien odiar. ¿Por qué? Porque no ve las apariencias, él sólo sabe mirar con amor a todas las cosas y a todos los seres. Es lo que yo denomino el «otorgador» absoluto. Sencillamente, permite que todo sea como es y sólo ve la manifestación de Dios en todas las personas que salen a su paso. Al no tener forma, tamaño, color o personalidad, este niño eterno no reconoce las distinciones vulgares.

Al no vivir tras ninguna de las fronteras establecidas por el ser humano, no puede permitirse el lujo de la identificación étnica o cultural, por lo que la lucha contra estas fronteras artificiales es imposible. Por consiguiente, este niño invisible y eterno siempre está en paz, se limita a observar y, lo más importante, a respetar.

Recientemente, una mañana que salí a correr un rato, me sentí con tanta vitalidad que salté una valla de poco más de un metro de altura cuando regresaba al hotel al final de mi carrera. Mi esposa, que me estaba mirando, lanzó un grito y me dijo: «¡No puedes hacer eso! No se saltan vallas cuando se tienen cincuenta y seis años. Te podías haber matado». Mi respuesta inmediata fue: «¡ Ah, pues se me había olvidado!». Ese yo invisible y sin edad, mi eterno observador, se olvidó por un instante de que estaba viviendo en un cuerpo que ya tenía más de medio siglo.

Para mí, este pasaje de Jesús, extraído del Nuevo Testamento, habla del proceso de dejar de identificarnos con nuestros cuerpos, de olvidarnos de nuestra identidad étnica, de nuestro idioma, de nuestro nivel cultural, de la forma de nuestros ojos o del lado de la frontera en el que hayamos nacido, para ser como niños pequeños, insensibles a estas divisiones. Jesús no estaba diciendo que fuéramos infantiles e inmaduros, indisciplinados y maleducados.

Se estaba refiriendo a ser como niños, que no juzgan y que aman, aceptan y son incapaces de colgar etiquetas a nadie ni a nada.

Cuando seamos capaces de ser como niños, nos daremos cuenta de que en todo adulto hay un niño que necesita desesperadamente salir a la luz. El niño es el que está lleno y el adulto el que está vacío. La plenitud del niño se evidencia en la paz, el amor, en el no juzgar y en respetar. La vacuidad del adulto se revela en el miedo, la ansiedad, los prejuicios y las luchas. La iluminación se puede considerar como el proceso de recordar que en el corazón de un niño hay pureza y que este amor puro y divino, junto con la aceptación, es el billete para el reino de los cielos. Haz que una de tus metas en la vida sea actuar como un niño en todo lo que hagas.

La cualidad que vemos en los genios se parece a la curiosidad de los niños. Los genios y los niños comparten el afán de explorar sin pensar en el fracaso ni preocuparse por las críticas. Creo que la palabra clave de este pasaje de Jesús es «conviertas». Se nos ha dicho que nos convirtamos en algo que es perfecto, amable, adorable y ante todo eterno. Reside en cada uno de nosotros, no puede envejecer o morir. Nos queremos convertir en ese testigo genlil y silencioso. Ese místico inocente pero imaginativo, espiritual por naturaleza, es el niño que deseamos ser. Cuando lo consigamos, abandonaremos nuestras infantiles conductas de adultos, que son las que nos impiden entrar en el reino de los cielos.

Ese reino está a tu alcance aquí y ahora, tanto en esta tierra idilio en el cielo. Lo único que has de hacer es una reconversión.


Extraído del libro La Sabiduría de todos los tiempos, de W.Dyer

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